En estos tiempos pandémicos y encerrados la única
forma de comunicarse con el mundo es venerando a la bendita virtualidad. Y lo
hacemos. Nos pasamos el día tecleando y absorbiendo rayos, produciendo como
engranajes de la máquina de llegar a fin de mes, o tratando de vincularnos con
nuestro entorno. Y así usamos las redes para saber cuánto tarda el presidente
norteamericano en entrar en su bunker, o cómo andan nuestros seres queridos. A
través de la luminosidad resplandeciente de nuestras pantallas realizamos aburridas
labores o celebramos cumpleaños. Tratamos de explicar algún concepto abstracto
o expresamos nuestros sentimientos más profundos. Nos sentimos acompañados
aunque estemos encerrados en una vivienda vacía, o mentimos felicidad mostrando
ese budín, o ese pan casero, que nos sirve como placebo que contrarresta la
angustia ante ese futuro desconocido que se nos viene encima.
Pero eso nos pasa a nosotros que tenemos acceso a ese
mundo virtual, que engullimos a nuestro antojo y nos bañamos a diario, que
dormimos en una cama cómoda y caliente. Pero hay un mundo cercano a nosotros,
en tiempo y en espacio, que su acceso a lo virtual está vedado. Por falta de
dinero o de tecnología (que es lo mismo) la famosa brecha digital se agiganta
más temprano que tarde y el mundo analógico, tan arcaico como denostado, vuelve
a cobrar importancia ante este cosmos digital que no ha sabido adaptarse a
estos cambios del presente.
Para poder enseñar y hacer trabajar a alumnos con
escasos recursos, económicos e informáticos, un docente de una escuela primaria
de Santa Fe decidió cambiar la lejana (para ellos) virtualidad por las viejas y
queridas cartas en papel. Los destinatarios no serían otros que los médicos, y
demás profesionales de la salud, del hospital Cullen de esa ciudad.
Niños que nunca se sentaron a escribirle a otra
persona, que nunca esperaron en la puerta al cartero para recibir noticias de
alguien muy querido, que no saben lo que es un buzón o una estampilla, se
unieron a sus padres y le expresaron su gratitud, de puño y letra, a los otros
protagonistas de esta época. En el medio un docente, haciendo malabares con la
realidad, tratando de adaptarse a las inclemencias de esas vidas que la virtualidad
aleja, intentando gratificar a los trabajadores de la salud, tan vapuleados y
muchas veces ninguneados, buscando ideas nuevas en viejos recursos y
adaptándolos, tratando de acompañar en la orfandad, intentando adaptar recursos
didácticos que no están en los libros ni en los diseños curriculares, arremangándose
para transformar en donde otros ya bajaron los brazos